Tras esta entrada, en la que tuvimos un primer acercamiento a los
pueblos bárbaros que cruzaron las fronteras del moribundo imperio
romano en dirección a la península ibérica, allá por el siglo V d.C., vamos a centrarnos en uno de ellos,
quizás el más desconocido para nosotros: los alanos.
Los
alanos son un pueblo sumamente misterioso, nómada y arcaico,
animista en sus creencias. Sin historiadores entre los suyos, y
rodeados de carromatos como únicas viviendas, no dejaron nada
escrito ni construido después de su llegada a Europa. Salvo por
la descripción que realizan en ocasiones sus enemigos romanos, son
un pueblo que, como dice el historiador Javier Arce, no deja huella
allí por donde pasa.
A los
alanos les unía una estrecha relación de parentesco con otra tribu,
los sármatas. Desde su aparición en las crónicas, los
encontramos guerreando contra Roma en diferentes ocasiones, en la
frontera oriental del imperio. Su irrupción supuso para los
romanos una de las primeras ocasiones en las que debieron hacer
frente a poderosos ejércitos de caballería, preludio de lo que
tendrían que soportar en los siglos posteriores contra otros
contendientes, como los partos.
En ese entonces, los ejércitos romanos prácticamente despreciaban a la caballería, y lo cierto es que no les había ido nada mal: habían conquistado casi todo su mundo conocido usándola apenas en labores de escolta o como mensajeros. Eran sus rocosos legionarios los que ganaban las batallas, armados con gladius y pilum contra los enemigos, y con palas y picos contra los bosques y tierras yermas que se cruzaban en su camino.
En ese entonces, los ejércitos romanos prácticamente despreciaban a la caballería, y lo cierto es que no les había ido nada mal: habían conquistado casi todo su mundo conocido usándola apenas en labores de escolta o como mensajeros. Eran sus rocosos legionarios los que ganaban las batallas, armados con gladius y pilum contra los enemigos, y con palas y picos contra los bosques y tierras yermas que se cruzaban en su camino.
Sin
embargo, tanto sármatas como alanos hacían recaer el peso de sus
batallas en una eficaz y bien organizada caballería. Sus
guerreros eran avezados jinetes; se cuenta que cada uno acudía a la
batalla con al menos dos monturas, y cuando la primera de ellas daba
muestras de cansancio, eran capaces de saltar a la otra sin necesidad
de tocar el suelo, para continuar cabalgando durante horas. Además,
resultaban extraordinarios arqueros montados, capaces de
lanzar una y otra vez sobre sus monturas sin variar su cadencia ni su
precisión. Para ello usaban unos característicos arcos cortos
elaborados en hueso y madera, que podían usar cómodamente incluso a
lomos de sus caballos, mientras los espoleaban para alejarse de sus
perseguidores tras acribillarlos con sus proyectiles.
Junto a esta caballería ligera, mayoritaria, luchaban los jinetes pesados o catafractas, que hacen su aparición por primera vez en los anales de la historia en el primer siglo antes de Cristo. Desde entonces, tanto romanos como partos o persas comprendieron el valor de tropas como aquellas para decidir batallas, por lo que comenzaron a crear sus propias compañías de caballeros pesados a semejanza de sármatas y alanos.
Junto a esta caballería ligera, mayoritaria, luchaban los jinetes pesados o catafractas, que hacen su aparición por primera vez en los anales de la historia en el primer siglo antes de Cristo. Desde entonces, tanto romanos como partos o persas comprendieron el valor de tropas como aquellas para decidir batallas, por lo que comenzaron a crear sus propias compañías de caballeros pesados a semejanza de sármatas y alanos.
Se
trataba de jinetes acorazados, que portaban armaduras de
escamas, principalmente de cuero reforzado con placas de metal. De igual manera protegían a sus monturas. Iban armados con
largas y recias lanzas con las que se lanzaban a la carga contra
formaciones de infantería con una fuerza descomunal, o contra otras
tropas a caballo, sembrando el pánico. Sus estandartes, al igual que
su propia manera de luchar, terminarían siendo asumidos también por
los romanos: los famosos dracos, o dragones, de caballería.
Lamentablemente, estas unidades contaban con tres inconvenientes: eran tremendamente costosas, pues las armaduras eran excesivamente caras; eran unidades lentas, salvo cuando sus caballos conseguían recorrer una distancia suficiente como para ganar velocidad con todo el peso con el que cargaban; y, fruto de la anterior, no todos los caballos eran válidos para pertenecer a una tropa como esta. Se requerían monturas grandes y fuertes para poder combatir con el peso de una armadura encima y resistir los choques, que eran entrenados desde potrillos como un combatiente más, capaces de cocear o incluso morder a los que se encontraran a su paso durante los combates. Tanto los sármatas como los alanos eran criadores expertos, y tenían a sus monturas en gran estima.
Lamentablemente, estas unidades contaban con tres inconvenientes: eran tremendamente costosas, pues las armaduras eran excesivamente caras; eran unidades lentas, salvo cuando sus caballos conseguían recorrer una distancia suficiente como para ganar velocidad con todo el peso con el que cargaban; y, fruto de la anterior, no todos los caballos eran válidos para pertenecer a una tropa como esta. Se requerían monturas grandes y fuertes para poder combatir con el peso de una armadura encima y resistir los choques, que eran entrenados desde potrillos como un combatiente más, capaces de cocear o incluso morder a los que se encontraran a su paso durante los combates. Tanto los sármatas como los alanos eran criadores expertos, y tenían a sus monturas en gran estima.
Como
curiosidad, siglos más tarde, los romanos, que preferían usar el
metal al cuero en sus armaduras, dieron otro nombre a estas unidades
de catafractas que proliferaron en la frontera oriental: clibanarios.
Esta palabra derivaba de clibanum, cuyo significado equivale a horno móvil, lo que habla bien a las
claras del tremendo calor que debían soportar los jinetes que
luchaban ataviados de tal guisa, en el confín este del imperio.
Expulsados del mar de hierba.
En la
antesala de la caída definitiva del imperio occidental, también
los alanos y los sármatas vieron cómo su propio mundo saltaba en
pedazos. Probablemente fue una tragedia para ellos abandonar sus
extensas estepas, aquellos océanos de hierba en los que generaciones
de nómadas habían vivido sin apenas ataduras, llevando a sus
preciadas monturas a pastar de un lugar a otro. Pero ninguno de ellos
escribía, por lo que nadie ha tenido en cuenta lo que pudo
significar para estos pueblos verse obligados a dejar atrás cuanto
habían conocido, enfrentándose a una vida incierta.
En el
momento en el que los hunos comienzan a dirigirse hacia las fértiles
y ricas tierras del imperio de Roma, los sármatas deciden ponerse
bajo las órdenes de Atila, uniendo sus fuerzas a las de su
pueblo y a las de otros tantos que se habían reunido bajo sus
estandartes. En cambio, gran parte de las tribus alanas deciden
abandonar las tierras de sus ancestros y recorrer miles de
kilómetros hasta llegar a la Galia y a Hispania, aunque aquello les
llevara a enfrentarse al mismo imperio con el que llevaban tiempo
colaborando, formando parte de las tropas auxiliares que demandaban
sus cada vez más amenazadas fronteras. Porque Roma tampoco era ya la
misma que conocieron los primeros alanos: su supremacía se apagaba,
y sus limes se desmoronaban,
defendidos apenas por un puñado de valientes en comparación con las
veteranas y numerosas legiones que las guarnecían siglos atrás.
![]() |
Atila, según Eugène Delacroix |
El cruce del Rin
La
primera vez en la historia en la que suevos, vándalos y alanos se
agrupan, fue en el margen oriental del río Rin. Allí,
convivieron con otros múltiples pueblos “bárbaros”, esperando
el instante propicio en el que irrumpir en el interior del imperio.
Este se presentó cuando, el último día del año 406 d.C., el
crudo invierno hizo posible que la superficie del río se congelara.
Sobre ella se lanzaron miles de hombres y mujeres, desbaratando a las
pocas tropas romanas que defendían el ruinoso limes (un
inciso: no puede haber mejor novela histórica que “El
águila en la nieve” de Wallace Breem, para recrear este episodio).
Después
de conseguir el anhelado paso, las tribus alanas se separan en
dos, acompañando cada grupo a un reyezuelo. Los que siguieron a
Goar se establecieron en la Galia, cerca de la actual Bretaña francesa,
y se posicionaron como aliados de Roma. El emperador,
consciente de su escaso poderío militar en comparación con lo
extenso de su territorio, quiso atraer a algunas tribus a su lado
para que fueran ellas quienes libraran sus guerras contra otros
“bárbaros”, y los alanos de Goar atendieron a su llamamiento.
En
cambio, el resto de las tribus alanas, al mando de un caudillo
llamado Respendial, junto con suevos y vándalos (tanto
asdingos como silingos) cruzaron los Pirineos para aliarse con
Máximo, un usurpador imperial, de origen hispano, establecido en Tarraco que pretendía
aumentar de esta manera sus tropas lo suficiente como para poder
defender sus derechos a gobernar en Hispania. De esta forma, los
distintos pueblos bárbaros se iban alineando a favor de uno u otro
de los contendientes que pugnaban por los restos del moribundo
imperio. Y, cuando suevos, vándalos y alanos atraviesan los
desguarnecidos Pirineos en el año 409 d.C., comienza la historia que
tan bien conocemos: las “tribus germánicas” en Hispania.
El ocaso de los alanos en Hispania.
Los
alanos que habían seguido a Respendial, tras deambular por la
provincia de Lusitania y llegar a establecerse
durante un tiempo en su capital, Emerita Augusta,
resultaron masacrados en la provincia romana de Baetica en el año
418 cuando Walia, soberano visigodo, ejecutando órdenes de Roma,
hizo la guerra contra ellos y contra los vándalos silingos. Los
supervivientes lograron llegar hasta Gallaecia, donde otra tribu
vándala, los asdingos, luchaba con los suevos por hacerse con el
control del territorio, uniendo su destino al de los vándalos,
irremisiblemente.
A partir de entonces, el rey vándalo asdingo se convertiría también en soberano de silingos y alanos, convirtiéndose en un enemigo poderoso para Roma, al haber añadido a los supervivientes de los dos pueblos al suyo propio. De tal manera que, en la guerra que tuvo lugar al poco tiempo en Gallaecia entre suevos y vándalos, Roma se vio obligada a intervenir de nuevo. El emperador prefería debilitar a los que se fortalecían en exceso, en espera de poder ir eliminándolos cuando resultaran una molestia, en lugar de dejar que un pueblo numeroso y poderoso arraigara en sus provincias.
A partir de entonces, el rey vándalo asdingo se convertiría también en soberano de silingos y alanos, convirtiéndose en un enemigo poderoso para Roma, al haber añadido a los supervivientes de los dos pueblos al suyo propio. De tal manera que, en la guerra que tuvo lugar al poco tiempo en Gallaecia entre suevos y vándalos, Roma se vio obligada a intervenir de nuevo. El emperador prefería debilitar a los que se fortalecían en exceso, en espera de poder ir eliminándolos cuando resultaran una molestia, en lugar de dejar que un pueblo numeroso y poderoso arraigara en sus provincias.
Vándalos
y alanos, en el instante en el que creían alzarse con la victoria al
haber cercado a sus enemigos suevos y tenerlos a su merced,
resultaron sorprendidos por la llegada de los ejércitos imperiales: dos,
ni más ni menos. Uno comandado por el Comes Hispaniarum,
Astirius, desde el este, y otro desde el sur, comandado por el último Vicarius de la diócesis (el último conocido con dicho
cargo), Maurocellus, que cerró la tenaza sobre ellos.
Después
de este episodio, el poderío alano quedaría definitivamente
disuelto, y los suyos se integrarían entre los vándalos hasta el
declive de ambos pueblos muchos años después, y muchas millas de
distancia más lejos. ¿Todos? Todos no; además de aquellos individuos que eligieron continuar en Hispania pese a la partida de los suyos al otro lado del mar, en la Galia, como si se tratara de un cómic de Astérix, los descendientes de Goar y los suyos resistieron durante unas cuantas generaciones... pero esa es parte de otra historia (y quizás de otra novela).
Mmmm... Entonces, según entiendo, una parte de los alanos cruzaron el Estrecho fusionados con el pueblo vándalo de Genserico, y los que se quedaron en la Galia serían los que lucharían más tarde junto a visigodos y romanos contra los hunos y sus aliados en los Campos Cataláunucos. ¿Es así? No entendía cómo podían los alanos luchar más tarde en la Galia si antes los visigodos prácticamente habían acabado con ellos en la Hispania. Con esto parece que se me aclaran las cosas un poco.
ResponderEliminarUn saludo
Exacto, sucedió de esa manera. Después de que los alanos penetraran en las tierras del imperio, se escindieron en dos ramas: una proclive a aliarse con Roma (la de Goar), y la otra más interesada en decidir sus propios pasos (la de Respendial). De esa manera, los alanos de Goar unieron sus fuerzas a Aecio en los Campos Catalaúnicos, y el imperio les concedió tierras en las que establecerse en los alrededores de la actual Bretaña francesa.
ResponderEliminarUn placer!
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¡Gracias por participar en esta Gincana literaria!
Me ha encantado la referencia a los arqueros a caballo, pues de ellos se habla en la novela de El Alano, y ver cómo se ha documentado el autor es siempre maravilloso.
EliminarReleeré el libro para reseñarlo en el blog.
Muchas gracias, Eva.
Un artículo muy interesante, sobre todo para comprender cómo ese choque entre el Imperio y los alanos, con su potente caballería, acaba transformando la cultura de la guerra de los romanos. Cómo bien se dice, no existe demasiada información sobre este pueblo, y sobre las influencias que tuvo sobre los territorios por los que pasaron, así que se agradecen mucho artículos como este.
ResponderEliminarUn saludo!
Sin duda un pueblo para sacarle mucho partido en una novela de aventuras :)
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